El árbol de la pérdida de la virginidad

La calle estaba helada. Demasiado frío en esa noche. Pero no quedaba otra cosa más que hacer que salir a enfrentarlo, aunque el viento congelara mis ojos.
Pedía un coche a gritos para subirme y que me dejara rápido en mi casa. Solitaria noche de coches. El primer colectivo que llegó ¡Arriba!. Al menos el aliento y el calor de las personas que lo ocupaban habían calentado algo la atmósfera, distinta a la de la calle, pero igualmente frías. Las caras de llevar vidas atrás de sus hombros y los hombros encogidos de frío, daban un ambiente lúgubre, de tristeza. La noche, al transcurrir los minutos, iba enfriándose un poco más en cada cuadra por la que avanzaba el colectivo.
Mi mirada puesta en la nada. En el deseo de llegar a mi destino, en el pensamiento de tantas cosas ocurridas a lo largo del día, en el pensamiento abstraído en tantas cosas ocurridas a lo largo de la vida.
Y ¡es triste la existencia a veces! Pero también tiene sus dobleces donde la alegría y la felicidad afloran. ¡Qué mejor que acurrucarse del frío en pensamientos sanos, conmovidos por el sol y la sonrisa! Así lo hacía.
Las manos heladas metidas dentro de los bolsillos de mi sobretodo y los hombros bien encogidos.
Para el colectivo. Sube una mujer gorda, abrigada con una gran bufanda color violeta enredada entre su cuello, dejando solamente a la vista su nariz y sus ojos. Un jean ajustado, una campera de lana azul oscuro, unas zapatillas de tela negra como su pelo también negro. Saca su boleto y comienza a buscar lugar en los asientos. Mira buscando y entre todos los espacios vacíos decide sentarse en el asiento a mi lado.
Percibo su penetrante perfume a… ¡Qué rara sensación de aroma! Es muy fuerte, muy dulce…trato de distinguirlo. ¡Sí! Es olor a frutillas. El olor que tienen los caramelos de frutillas. Seguramente se habrá bañado en ese perfume. Invade todo el espacio de respiración. Al apoderarse de mi respiro, el frío que helaba mi piel y hasta mis huesos comienza a menguar.
No quiero mirarla y me hago el distraído mirando por la ventanilla, cada casa, cada edificio, cada persona que transita por la calle y que van pasando como una rápida película a través de mis ojos.
No quiero mirarla, pero sé que me está mirando. Lo percibo porque su aroma penetra más profundamente en mí. Porque su mirada algo dibuja o desdibuja de mi figura.
Quisiera saber qué está pensando o al menos saber por qué me mira tan insistentemente.
Sigo haciéndome el distraído, veo comercios, autos, árboles, más edificios, motos, más personas que pasan del otro lado de la ventanilla de este dichoso colectivo que intenta llevar a las personas por el rumbo que cada uno necesita. ¡Necesito llegar al cielo! (me lo digo con una sonrisa). Pero no es este el transporte que debo tomar. Me vuelvo a sonreír interiormente y pienso que cuando llegue a casa, tomaré un baño de agua bien caliente para sacarme todo este frío. Pero, ya no tengo tanto. ¿Me estaré acostumbrando? O será la mirada o el perfume de la gorda que me lo está quitando?
Siento que se acomoda junto a mí, y con su brazo roza el mío. No me molesta, es más, creo que me agrada. Es más el calor que recibe mi cuerpo.
Sigo notando su mirada fija en mí, en mi rostro. Se pasea por mí. Mira mis piernas, mis hombros, mi cuello, lo que puede ver de mi cara vuelta hacia la ventanilla, mi cabello, mi oreja. ¿Por qué será que me mira tanto?
El pensamiento masculino ronda hacia esos lugares de pensar que le atraigo. Me hace sentir bien eso. Me hace sentir deseado. Un alguien desconocido que mira mi existencia hasta me hace saberme vivo.
Respiro profundo y el aroma dulce me llena. No quiero mirarla, pero no resisto la tentación de hacerlo.
Quito mi vista pegada al vidrio de la ventanilla y miro hacia adelante, para que, de reojo, y sin que se diera cuenta, poder mirarla. Pero, soy curioso como los gatos y termino girando mi cabeza para posar rápidamente mis ojos en su rostro.
Noto que la bufanda la ha bajado y se ven sus labios. En ellos una sonrisa. ¡Sí, me sonríe! Con gesto leve le devuelvo la sonrisa, no porque quisiera hacerlo, sino porque me sentí obligado. Volví mi vista hacia adelante.
Las calles pasaban rápidas y veloces frente a mi vista. Luces de autos, de comercios, de faroles esparcidos cada veinte o treinta metros, semáforos.
La mujer seguía sin quitarme la vista de encima. Cada vez su mirada era más punzante.
Mi corazón comenzó a latir más fuerte, no de miedo, sino de curiosidad por saber quién era esa mujer.
Escuché, que en voz alta y casi como susurrando y dirigiéndose a mí, decía:
- Vos sos Damián.
Fue una afirmación. Giré mi rostro hacia ella y la miré tratando de reconocer de algún lugar su cara.
Con un gesto afirmativo simplemente le asentí.
- Lo sabía – dijo
Miré por la ventanilla y por las calles reconocí que no faltaba mucho para tener que bajarme.
- ¿De dónde nos conocemos? – pregunté
- Yo soy Mariela.
Del cajón de mis recuerdos comenzaron a salir Marielas. Ninguna encajaba con su rostro o con su cuerpo.
La miré y sin decirle palabra hice un gesto como preguntándole ¿Qué Mariela?
Ella entendió mi forma de mirar y dijo:
- Nunca. Jamás me tomaste en cuenta. Imposible ahora que han pasado más de 20 años.
Seguía buscando y tratando de enganchar su nombre remontándolo 20 años atrás.
Quizás veinte años atrás significaba la etapa de mi secundaria. Seguía sin recordar o asociar ninguna Mariela en esos tiempos.
Me vinieron recuerdos, gratos recuerdos de juventud. Bellas imágenes de una etapa que fue muriendo y como de un tirón llegué a la rutinaria vida del ahora. Pero dijo ¨más de veinte años¨. Tengo cuarenta ¿puede ser a los 15 o 16, 17 o 18? ¿Qué importa?
¿De qué Mariela me habla esta mujer?
Rápidos corren los pensamientos de un lugar a otro, como rápidas las ruedas de este colectivo transitan por el asfalto.
- Recordame algo – le dije
- Por más que te diga lugar, fecha y hora o mi apellido, seguramente vas a seguir sin recordarme.
Miro las calles. Se está acercando cada vez más el lugar donde debo bajar. Ella se da cuenta. Lo nota en mi apuro. Lo nota en el ademán de mi cuerpo de sacar las manos de los bolsillos del sobretodo.
- Ayudame – le digo – ya estoy por bajar
Me mira y me sonríe.
Como no dice nada le digo:
- Ya bajo
Acompaño mis palabras con el movimiento de mi cuerpo como para pararme del asiento.
Me pone una mano sobre la pierna izquierda deteniéndome.
- Tengo una foto – dice
Y yo tengo el apuro por salirme de esta situación y llegar a casa rápido. Quiero ducharme y sacarme el frío y el aroma dulce del perfume impregnado en mí de esta mujer intrigante.
- ¿Querés verla?
Quería decirle que no. Sinceramente no me interesaba, pero soy tan curioso que no podía desperdiciar la invitación. Igual ¿qué más da pasarme algunas cuadras?
Sin que yo le respondiera abrió su cartera y de ella sacó una agenda. Pasó lentamente las hojas y entremezclada en una de ellas, una foto, que sacó y la extendió hacia mi mano.
Tomo la foto. La miro detenidamente y veo que es la foto de un árbol de alguna calle de Buenos Aires. No hay personas. Se ven las casas por los costados, pero el árbol ocupa el primer plano.
- En ese árbol – dijo- una vez, cuando teníamos 17 años, me arrinconaste, me besaste, me dijiste que me amabas y te llevaste mi virginidad.
Mis pensamientos volaban a mil millones de kilómetros por el espacio de los recuerdos, pero ese no pertenecía a ninguno o a tantos.
- Sigo sin recordarte – le digo con una sonrisa y le entrego la foto – Te habrás confundido de Damián. Yo soy Damián pero no puedo acordarme de vos y menos de esa situación. Tengo que bajarme ahora.
Me paro y ella se hace hacia un lado dejándome paso.
- Suerte – le digo
Ella no dijo nada. Sólo sonrió.
Bajé del colectivo y me había alejado algunas cuadras de mi parada. Decidí buscar un taxi.
El frío de la calle volvió a envolverme. El aire fresco quitó todo el perfume dulce de mis fosas nasales que pertenecían a una extraña mujer llamada Mariela, a la que supuestamente yo, contra un árbol, en alguna calle de esta ciudad, que no estaba en mi recuerdo, le había quitado la virginidad.
Se aproximó un taxi. Lo paré. Subí. Le indiqué la dirección al conductor y me quedé sumido en mis recuerdos, pero Mariela seguía sin existir en ninguno de ellos.
Mientras el auto pasaba por las calles en el recuerdo pensé ¿a cuántas Marielas o Rominas, o Jorgelinas le habré quitado la virginidad contra un árbol? Es probable que haya sido yo, pero Mariela aún sigue borrada de mi recuerdo.
30/06/11

1 comentario:

noticias dijo...

guaaa!! me encanta el blog, siempre encuentro poemas preciosos

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El Río de la Plata y yo

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