Triste de invierno

Era el día en que comenzaba el invierno de ese año.

Amaneció otoñalmente gris e invernalmente frío.

Un gorrión, posado en su ventana, emitía sonidos.

Sabía que ese día comenzaba el invierno sólo por haber visto la fecha en el calendario.

¿Qué diferencia había entre el día de ayer al de ese, si un día antes de ese invierno, el último día de otoño, era tan igual al primer día del comienzo de la nueva estación?

Se quedó observando a través del cristal de su ventana al pequeño animalito, mientras pensaba qué lo había atraído hacia ahí. Si su ventana, tan igual a cualquier ventana de cualquier edificio, no presentaba ningún atractivo.

Él lo miraba, creyendo que el gorrión también lo miraba a él de reojo. Pero el pájaro se había posado simplemente a descansar de su vuelo, y lo que miraba, era el reflejo de su propia imagen en movimiento sobre el cristal.

Y el cristal en medio, separando el frío externo de la calidez de su cuarto.

A ambos lados dos seres: uno reconociendo la existencia del otro, y el otro reconociendo su propia existencia a través del cansancio de su vuelo, de su trino, del plumaje refrenándole del frío.

Era el primer día del invierno de ese año, y tan triste se había despertado !!!

Añoraba en su piel el susurro de alguna caricia, y ya no le importaba cual. Era simplemente sentir recorrer por su cuerpo el suave latir de algún deseo, proveniente de alguien que lo deseara. Era la muerte a decir: ¨Soy Solo¨.

Todos somos solos en algún rincón y en el diario de la vida, aunque mil recorridos de rostros y de ojos o de compañías te digan: ¨No estás solo¨ . Y él sentía esa inmensa insatisfactoria soledad encima, como una tormenta de fuego quemándole la piel, piel acostumbrada a recorrido de aromas y de venas sobre el cuerpo.

Sola el ave del otro lado del cristal.

Solo él mirando y escuchando al animalejo cantar sus penas.

Golpeó levemente el vidrio, haciéndole señal al pájaro de que él, de este lado estaba.

El ave no se asustó. Miró tras el cristal desdibujando su propia imagen para asir, entre su pequeña mente, qué lo estaba llamando.

Sin movimientos bruscos, despacio, entreabrió su ventana.

El ave vio el espacio por donde comenzó a salir calor y la curiosidad lo embargó y se acercó tímido y temeroso. Escudriñó con su mirada hacia adentro. Vio otra imagen, la de un hombre desasido de sentido que requería a gritos su presencia, la única posible presencia en esa mañana del primer día de invierno de ese año. Despacio, muy despacio, tímido y lento se animó atravesar el umbral de la ventana y penetrar al mundo cálido donde el hombre quieto y silencioso lo esperaba.

Se posó sobre el borde interno y dio un casi receloso trino sonando dulce a los oídos del hombre.

Él no se movió para no espantarlo. No quería que aquella ave se fuera de ese encanto.

Silencio. Quietud. Se observaron, el pájaro con movimientos rápidos de cabeza, él simplemente quieto.

Saltó junto a la mesita cercana a la ventana acercándose al hombre.

A él, una lágrima se le soltó en su rostro desafiando el roce de la quietud del momento.

Silencio. Reconocieron ambos que no tenían por qué temerse el uno al otro.

El hombre desplazó su mano delicadamente hacia la mesa. El pájaro miró el movimiento.

Luego de nos instantes, con un pequeño salto, se posó sobre la palma abierta de la mano del hombre. Él sintió esas leves garras como suave caricia en su piel.

Las pequeñas y frágiles patas del ave se doblaron y se acurrucó en el hueco de esa mano que le daba calor.

Era el primer día de invierno de ese año, y fue un ave pequeña la que le dio el calor que necesitaba para enfrentar la fría y nueva estación que comenzaba.

21/06/11

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