Dejarse llevar

Quizás era cuestión que el raciocinio llegara a conmover y modificar las tretas que el corazón le había planteado.

La obnubilada forma de mirar la vida a través del prisma multicolor de los sentimientos hacía perderlo, momento a momento, en un sinfín de historias creadas a su antojo pero no correspondidas por el antojo de nadie, y era así, como siempre lloraba en los rincones su amarga soledad.

Se preguntaba el por qué le sucedía eso, y nunca podía llegar a una neta conclusión.

Los días pasaban, y él, llevado por sus locos sentimientos, deambulaba por historias que nunca terminaban de concretarse y darle la felicidad que necesitaba.

Fue, después de golpearse y hundirse varias veces en abismos de angustia y desesperación, cuando decidió no seguir más esos latidos que el corazón le planteaba.

Así, ingresó el raciocinio a sopesar en su vida cada decisión, cada paso, cada acto. No más los sentimientos manejarían su vida. De ahora en adelante todo lo estudiaba, lo calculaba fríamente, lo analizaba para ver sus pro y sus contras. Provechos y desventajas. Donde hubiera provechos hacia ahí enfilaría.

Pero las mágicas vueltas que tiene la vida le hicieron comprender que de esta forma ganaba ciertas cosas, pero su interior no se llenaba. El hueco se agrandaba en el pecho y el vacío comenzaba a tomarlo con posesión infinita.

Y la angustia no cesaba.

Dejó perderse en el tiempo sin racionalizar ni estudiar cada cosa, ni hacer intervenir al órgano que tanta angustia hasta el momento le había proporcionado.

Se dejó llevar simplemente por la rutina, y la rutina se rompió cuando la risa fresca de una compañera de trabajo lo amotinó en la duda.

No la estudió. No la deseó. No analizó nada. Se dijo: dejaré que todo surja como digan los días.

Esa risa fresca lo envolvió, lo encantó, lo sedujo, lo persiguió. Y él, simplemente, se dejó llevar, encontrando en ella lo que siempre había buscado.



22/06/11

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El Río de la Plata y yo

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